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Precariedad legalizada: el plan de Milei para los trabajadores

Actualizado: 3 dic

Por Valentín Casas- Estudiante de Sociología UNSAM. 


Este artículo se propone analizar el concepto de reforma laboral, indagar en las razones que motivan su implementación y examinar los factores por los cuales podría generar un incremento en la conflictividad social.


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¿Qué es una reforma laboral en 2025?


Si bien no existe una sola definición, dentro del ámbito académico se la puede comprender desde, por lo menos, dos puntos de vista. Los que apuntan específicamente al área laboral, es decir, cambios en la relación entre el empleador y el empleado. Y los que opinan que una reforma laboral no es solo un cambio en leyes de trabajo, sino una forma de reorganizar la vida social. Es decir, modifica cómo vivimos, cómo proyectamos el futuro, qué expectativas tenemos sobre el trabajo y qué margen real tenemos para defendernos. En esta nota vamos a analizar la reforma laboral que el gobierno de Milei quiere presentar en el Congreso desde este segundo punto de vista.

Milei lo sabe bien: una reforma no es técnica, es política. Es el intento de convertir en norma algo que ya existe en los hechos: precariedad, rotación permanente, salarios por el piso, la idea de que “cada uno se salva solo”.

Y también es el intento de consolidar un nuevo sentido común: que los derechos laborales son un obstáculo, que el sindicato es un enemigo, que el trabajador debe vivir agradecido por tener trabajo y no reclamar por las condiciones de su vida. Este cambio cultural es parte inseparable del proyecto político del gobierno.

La historia argentina también lo sabe bien: hubo múltiples intentos de reformas flexibilizadoras. Desde la Ley 25.250, conocida como la “Ley Banelco”, en el gobierno de De la Rúa—aprobada con el apoyo del peronismo y financiada por coimas—hasta las reformas de los ‘90 que impulsaron la tercerización y la fragmentación laboral, cada ofensiva flexibilizadora nació ligada a crisis económicas o a intentos de disciplinamiento social. El hilo común siempre fue el mismo: abaratar la fuerza de trabajo y desarmar la capacidad de resistencia de los trabajadores.



Hoy, los grandes medios, los empresarios y el gobierno insisten en que “no hay una presentación formal del proyecto”, pero los ejes que se discuten son evidentes. Se plantea la extensión de la jornada laboral, la bancarización del tiempo a través del banco de horas, la posibilidad de firmar convenios por empresa, los salarios atados a la productividad y un modelo de relación laboral profundamente individualizado. Nada de esto es casual: es, en esencia, el programa histórico de las cámaras empresarias convertido en ley.


La precariedad como sustento del autoritarismo de la libertad financiera


Verónica Gago, una de las pensadoras feministas más relevantes de América Latina, analiza una idea clave: el neoliberalismo actual no necesita solo represión policial o legal; necesita precariedad. La precariedad no es un efecto colateral: es la infraestructura emocional, económica y social del proyecto. Es lo que permite que la promesa de “libertad” conviva con un orden autoritario.

La reforma laboral viene a legalizar esa condición: que la vida se gestione en soledad, sin redes colectivas, sin derechos estables, con el tiempo deshecho en fragmentos y la subjetividad moldeada por la deuda. La precariedad no es solo trabajo basura: es una forma de gobernar.

Este punto es fundamental para entender la política del gobierno. Su discurso antiestatista convive con la creación de un poder empresarial y financiero sin límites. La precariedad disciplinaria reemplaza a la disciplina por coerción: cuando no sabés si mañana vas a tener trabajo, te golpea la incertidumbre.

La discusión sobre la “soberanía del tiempo”, retomada por la UNSAM, va en esta dirección: la autonomía sobre los horarios puede sonar progresiva, pero en un país donde reina la combinación entre precariedad y burocracia sindical inmóvil, esa “libertad” solo significa quedar más desprotegido. Los ejemplos europeos citados por el estudio muestran que la soberanía temporal requiere un piso de derechos fuerte, no su destrucción.

Pero en Argentina, mientras sectores del peronismo intentan resignificar la flexibilización como “modernización”, la burocracia sindical acepta negociar retrocesos como si fueran inevitables. Este es uno de los puntos políticos centrales del momento: el avance del proyecto gubernamental es inseparable del retroceso de las direcciones que deberían defender los derechos laborales.

Una verdadera soberanía del tiempo solo puede existir si se reduce la jornada laboral sin pérdida salarial, garantizando estabilidad y organización colectiva. Sin eso, la autonomía temporal es simplemente la libertad del patrón para disponer del tiempo de los trabajadores.


La juventud universitaria frente a la reforma laboral: entre rechazo y debates sobre flexibilidad


Un relevamiento reciente que hicimos desde Metamorfosis entre estudiantes de la Universidad Nacional de San Martín revela cómo la juventud percibe la reforma laboral propuesta por el gobierno de Milei. Entre 50 encuestas aplicadas tanto de manera presencial como virtual, se observan tendencias claras sobre cómo los estudiantes interpretan el vínculo entre trabajo, derechos y vida cotidiana.

El conocimiento sobre la reforma no es homogéneo, pero sí significativo: 60% de los encuestados afirman conocerla al menos en términos generales, mientras que 36% habían oído hablar de ella sin profundizar en los detalles, y apenas 2 estudiantes desconocían por completo la propuesta. Aun sin un proyecto formalizado, la discusión ya atraviesa la vida estudiantil, sobre todo entre quienes trabajan mientras cursan.

Cuando se indaga sobre medidas clave, la extensión de la jornada laboral y la flexibilización general reciben un rechazo mayoritario: 69% estudiantes consideran que afectarían negativamente los derechos laborales. Sin embargo, 22% las perciben como oportunidades de empleo, reflejando cómo el discurso meritocrático del gobierno logra introducirse. El banco de horas, en cambio, divide opiniones: 47% teme que incremente la incertidumbre y afecte la calidad de vida, mientras que 33% lo ve como un mecanismo para conciliar horarios.

En relación con la negociación colectiva por empresa, 64% de los jóvenes opinan que debilitaría a los trabajadores, frente a un 24% que lo considera una forma de agilizar acuerdos. Y en cuanto a los salarios atados a productividad, la mayoría los asocia con precarización y desigualdad, aunque casi un tercio los ve como incentivo o modernización, evidencia de la influencia del discurso de eficiencia incluso en sectores críticos.

La encuesta también indagó sobre el rol de sindicatos y centros estudiantiles: 58% de los encuestados sostiene que estas organizaciones deben intervenir y organizarse, mientras que un 36% considera que “no es un tema propio de la universidad”. Este dato subraya la conciencia de la necesidad de acción colectiva, aunque no todos participen activamente.

Más allá de las percepciones sobre medidas concretas, las respuestas abiertas sobre cómo utilizarían dos horas menos de trabajo muestran que la discusión laboral atraviesa la vida cotidiana. Dormir o descansar aparece en más de 20 menciones; estudiar o avanzar con trabajos académicos, en 15; realizar actividades recreativas como gimnasio, música o lectura, en 10; pasar tiempo con familia o pareja, en 8; y trabajar o buscar otra changa, en 5. Para la mayoría, reducir la jornada no significa baja de productividad, sino más salud, más estudio y más tiempo personal.

En síntesis, las encuestas permiten trazar un panorama claro: la juventud universitaria conoce y, en su mayoría, rechaza la reforma laboral. Reconoce que medidas como la extensión de la jornada, los salarios por productividad o la negociación por empresa representan retrocesos históricos, y entiende la importancia de la organización colectiva para enfrentarlas. Al mismo tiempo, existe una tensión: se valora la autonomía horaria, pero se teme el costo social de alcanzarla en un contexto precarizado.

Lejos de mostrarse indiferente, esta generación analiza, discute y se posiciona. En un escenario de creciente precariedad, su actitud evidencia que la lucha por derechos laborales no es abstracta: es una batalla por el tiempo, la salud, la educación y la vida misma.


Argentina 2025: la reforma laboral como engranaje de un pacto de coloniaje


La reforma laboral que impulsa el gobierno de Javier Milei no es un hecho aislado ni una mera modernización normativa. En realidad, se trata de una pieza central de un proyecto económico que busca reconfigurar al país para servir a los intereses del capital financiero y los sectores extractivistas. En otras palabras, esta reforma funciona como el engranaje doméstico de un pacto de coloniaje: una Argentina barata, dócil y disponible.

El ejemplo de Grecia tras la crisis de 2008 ilustra con crudeza lo que está en juego. Bajo la presión de la “troika”, el país aplicó una batería de reformas laborales denominadas “ajustes estructurales”: reducción de salarios, eliminación de convenios colectivos, debilitamiento sindical y ampliación de jornadas laborales. El resultado fue contundente: pérdida masiva de derechos, emigración forzada de jóvenes y un país disciplinado económica y socialmente. La precariedad dejó de ser un efecto colateral para transformarse en una condición de gobernabilidad.

El programa libertario que promueve Milei sigue la misma lógica. No busca aumentar la productividad ni desarrollar la industria nacional; su objetivo es abaratar al máximo la fuerza de trabajo, desarmar la capacidad de defensa de los trabajadores y volverlos fácilmente reemplazables. La “libertad” que proclama el gobierno se reduce a la libertad de los mercados para saquear; la libertad del trabajador queda limitada a elegir entre distintas formas de precariedad.

En este modelo, Argentina no “se inserta en el mundo”, sino que se entrega como proveedor de mano de obra flexibilizada y de recursos naturales sin valor agregado. La reforma laboral no es un simple instrumento técnico: es la arquitectura legal que permite consolidar un país dependiente, primarizado y disciplinado.

El caso griego no es solo historia: es una advertencia. La receta se repite: reformas laborales, pérdida de soberanía, migración juvenil y un país convertido en plataforma de negocios para capitales extranjeros. La reforma de Milei no busca productividad ni desarrollo; su objetivo real es destruir la negociación colectiva y crear un mercado laboral donde las empresas definan todo: salarios, horarios, ritmos y condiciones de trabajo.

Ese es el corazón del pacto de coloniaje: un país disponible, no soberano, donde la legislación laboral sirve para disciplinar a la fuerza de trabajo y garantizar ganancias extraordinarias a los grandes capitales.


Un proyecto que avanza entre límites históricos y un nuevo escenario social


El avance del proyecto laboral del gobierno no ocurre en el aire. Se apoya en un contexto global marcado por el ascenso de derechas radicalizadas, la recolonización económica de los países dependientes y la crisis de las viejas mediaciones políticas. Pero también choca con algo decisivo: la resistencia social. Cada intento profundo de flexibilización en la Argentina encontró frenos concretos, aun en períodos de retroceso general. Esa memoria de lucha es parte constitutiva del país y explica por qué ningún gobierno pudo convertir por completo los deseos del establishment en una nueva normalidad permanente.

Lo que hoy se intenta imponer es algo más que una reforma laboral: es un tipo de país. Un país donde el trabajo sea barato, donde la organización quede desarticulada y donde la negociación colectiva sea reemplazada por pactos individuales que atomizan a los trabajadores. Un país disponible para el capital financiero y extractivo. Pero ese diseño choca con un dato estructural que suele subestimarse: incluso cuando las direcciones sindicales intentaron frenarlas, las bases trabajadoras formales, informales, cooperativas, estatales, precarizados han mostrado una y otra vez capacidad de respuesta.

La disputa no es meramente económica; es política. La reforma busca cristalizar un nuevo sentido común disciplinario: la idea de que no hay alternativa, de que la vida debe organizarse bajo la precariedad, de que reclamar es un lujo y que la defensa de los derechos laborales es un obstáculo para el progreso. Ese sentido común es funcional a un Estado que se declara “antiestatista”, pero que en realidad reorganiza su intervención para beneficiar al capital financiero y a los sectores exportadores.

Sin embargo, la situación actual muestra fisuras. La reacción que se ve en sectores juveniles, en trabajadores que enfrentan despidos, en colectivos que rechazan la idea de jornadas más extensas o salarios atados a productividad, indica que el clima social no es pasivo. No es casual que, en distintos países, intentos similares de reconfigurar el mercado laboral hayan despertado ciclos de movilización inesperados. La Argentina no es ajena a ese proceso: la resistencia no es solo memoria, sino posibilidad presente.

La reforma laboral pretende gobernar a través de la precariedad. Pero la precariedad, cuando se generaliza, también produce respuestas colectivas. Cada trabajador que rechaza el banco de horas, cada estudiante que advierte que la flexibilización compromete su futuro, expresa algo más profundo: un límite social que vuelve inestable el proyecto oficial. Ese límite no es menor. Es el que puede decidir si la reforma se convierte en un hecho consumado o en un episodio más dentro de una larga historia de ofensivas que no lograron quebrar completamente la capacidad de organización en la Argentina.


 
 
 

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