MADYGRAF: La hija bastarda del cinismo patronal.
- Redacción metamorfosis

- 23 nov
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Actualizado: 2 dic
Ante la excusa burguesa, la respuesta es obrera.
Por: Candela Lola Montero, estudiante de Antropología Social y Cultural de la UNSAM.

Desde el norte que mira al sur como el patio trasero, RR. Donnelley tras hacer de cada página una conquista de tinta desde 1864, aterrizó en Argentina, estampando en Garin su nombre como quien marca ganado, para en 1992 levantar su imperio de papeles, colores brillantes, aires de progreso, futuro y trabajo. Era irreversible, el sueño americano había llegado a Buenos Aires, que con suerte era el sótano de su mansión.
El american dream, al final y como siempre, era eso, una promesa del primo rico que no paga ni la propina. 2 décadas después, la tinta se coaguló, los papeles se usaron de pancartas, y las máquinas imprimieron un último mensaje, mensaje que encontraron los obreros, pegado en el portón, no había una cara, un nombre, pero el traje y la corbata estuvieron presentes igual, los patrones invisibles hablaron “lamentamos tener que comunicarle que, afrontados a una crisis insuperable, estamos cerrando nuestras operaciones y solicitando la quiebra”. Ellos se apropiaban del lamento, ellos que no madrugaban, que no manchaban sus manos, que no arrugaban sus Tom Ford, volvían a huir en silencio dejando el ruido a otros, lloraban en inglés hablando de una tal crisis que siempre muerde a los del mismo lado, pero dejaban un espacio vacante, ese que queda cuando los dueños huyen y los obreros aprenden a firmar solos.
¿Y ahora qué? El final había sido escrito, pero la fábrica seguía estando, todavía quedaba tinta, hoja y oficio. No sabían cómo, bajo qué nombre, con que capital, pero sabían con quienes, sabían que no iban a aceptar la humillación de ese final escrito por otros, y así sin nada, incluyendo sin permiso, se quedaron, al despido lo hicieron jornada, arrancaron de su portón el pésame, recordaron que los muertos del sistema pueden respirar, y haciendo lo que ya sabían, prendieron las máquinas, volcaron la tinta, e imprimieron la nueva historia, Madygraf, la ruina del patrón y la victoria del obrero.
Y en este registro de verdades incómodas, tres colectivos después, el círculo en el calendario recuerda que en la certeza de lo trágico que es un lunes, hay algo incierto que está por tomar forma, y así este tres de noviembre, el palacio de papel en garin abrió sus puertas y me pidió desde el costado de la ruta que por favor entre.
Ahí estaba ella, y delante suyo sus centinelas sin patrón. Adentro parado en la puerta un hombre, muy agradable, en un espacio abierto, gigante, en un limbo entre el interior de la fábrica y el costado de la ruta, me acompañó hasta que llegó vanina.
Mientras empezaba a tomar sentido la historia, entre recorrida, anécdotas, entre olor a tinta y papel, entre trabajadores y trabajadoras que sonríen y saludan orgullosos de su espacio, entendí algo.
Lectores, oyentes, no seaamos ingenuos, esta fábrica no surgió ni emergió, fue parida, no fue un acto de bondad de la burocracia a sus explotados de siempre, fue más bien pujada por las que todo sostienen, que jamás son sostenidas.
Pero así entre sostenes y sostén, las únicas trabajadoras y obreras que mantuvieron la resistencia y las llamas violetas después de ganar la expropiación de Madygraf, a diferencia de otras comisiones de mujeres que se han creado por reclamos y luego se disuelven, son ellas, las guardianas de la bastarda, y no han colgado un cuadro en honor a la conquista, por el contrario, han seguido y de esa conquista han incendiado un aquelarre que jamás se apaga.
Vanina, “la peque” para sus compañeros, tanto así que uno de ellos no reconoció que la peque y Vani son la misma, aclara que la memoria de clase y la introspección amarga, volver a mirar al de al lado y ver un compañero en vez de alguien que te roba el pan de la boca a vos y tus hijos, fue la revolución real, reconstruír el tejido social que el patrón, con un esmero quirúrgico digno de Favaloro, se había dedicado a deshilachar.
Pero hablando de el, y corazones, el corazón de esto fue el hilo.
Cuando las máquinas se apagaban el 11 de agosto, 11 años atrás, la costura paciente y clandestina de voluntades rotas, fue en las agujas de las costureras que la historia obliga a nombrar que tuvo tejido, las madres, las esposas, las obreras, las que tenían doble jornada entre la fabril y la materna. Hicieron lo de siempre, lo que ya sabían, sostener, sostener lo insostenible, sostener lo que nadie quiere, sostener la lucha de sus esposos que entre jornadas laborales y conformismos habían olvidado cómo hacerlo, sostuvieron lo que caía y unieron lo que fue quebrado.
Mientras su doble jornada se hacía triple ¿quién iba a sostener todo lo que ya sostenían?, los hijos, las hijas, las bocas que piden comida, los cuerpos que piden el calor de la madre, los pasos que no se pueden dar solos, los juegos que no pueden faltar. El juego, el hambre, el abrazo. Pero la metodología obrera-femenina dio respuesta, y se crearon las juegotecas móviles, que entre tomas, asambleas, discusiones, revoluciones, las juegotecas no fueron simples espacios recreativos, comedores, escuelas, fueron las madres de las madres, las que les posibilitaron gritar, organizar, recuperar lo arrancado, volverse a pensar como sujetas políticas, como cuerpos e identidades explotadas, más allá del matrimonio, más allá de pañales, más allá de las ollas, sin las juegotecas no podrían haber imaginado lo que eran obligadas a olvidar, quienes eran detrás de la contención.
En ese poder volver a pensarse la peque, uniendo sus historias en voz alta permitía entender que “la juegoteca es una conquista muy muy muy importante para el conjunto del movimiento de mujeres que pelea. Lo sabemos en cada lugar de trabajo, de estudio, por juegotecas en esos lugares para que podamos sobre todo en quienes recaen las tareas de cuidado de crianza y demás, tener un espacio en las universidades, en las fábricas, en los hospitales, en los establecimientos donde trabajamos, para que nuestros hijos puedan quedar cuidados, donde puedan aprender donde puedan jugar, mientras nosotras además de trabajar, seguimos organizadas, seguimos pensando distintos espacios para luchar, para formarnos, para conocer otras mujeres, para seguir pensando cuáles son nuestras necesidades”. En la palabra de vani, reflejo de sus compañeras, la juegoteca les devolvió la humanidad, la humanidad que les estaba siendo negada, esa condición humana, que muchos confunden con un mero trámite biológico, es en realidad un acto de primitiva y urgente subversión: es el simple y rotundo ejercicio de verse en el espejo con los ojos abiertos, de saberse alguien que existe y pisa sin permiso la misma tierra que los amos. La certeza melancólica de que esa mínima acción de pensamiento—ese sencillo y profundo existo y estoy acá, existo y estoy acá porque existimos y estamos acá, es, de hecho, el primer y más inquebrantable pilar de toda lucha organizada.
La fábrica, pudo ser tomada, y aunque fueron tomas momentáneas como reacción y recomposición de la dignidad, desde 2014 hasta hoy, sigue tomada, sigue tomada pero desde otro lugar, esa fábrica que ayer era ajena hoy es propia. Desde jornadas rotativas, y obreros que se reparten el tiempo y tareas, hoy es propia, y vive gestionada por todos y todas, como es de quienes la trabajan, es sostenida por cada obrero, por cada obrera, por todos y cada uno. Caminando por las hectáreas, después de cruzar a otros trabajadores que arreglaban un quincho, que es también un comedor que sustenta, vanina expresaba que la cancha con la que cuentan se alquila tanto para partidos o para cualquier actividad que otros obreros de Garín necesiten, ya que es de la comunidad como ella dijo. Me vi recordando palabras viejas y negadoras de un profesor, “no es gestión obrera, son obreros que se autoexplotan”, pero a diferencia de mi profe que trabajó bajo relación de dependencia siempre y busca la conciliación de clases, logré sentir al menos que hay una organización que atraviesa todas las lógicas que son las normales, pero Madygraf invita a pensar también ¿qué tanto de normal hay en lo normal?, ¿que tanta dignidad hay en amoldarse y no romper la normalidad?. Cada actividad sostiene a Mady, que ya no porta un simple nombre, lejos de nombrarlo como un simple fetichismo, la carga emocional y significativa de la fábrica, la ha hecho trascender su mera territorialidad, es la hija rebelde de Donnelley, y la madre de los obreros, es la patrona que contagia de perseverancia a otras fábricas, el 24 de junio de 2025 se logró la expropiación, así que es hoy la muestra de que la utopía es tan solo utópica cuando no se la decide a ser verdad.
Y en esa creencia de otra verdad posible, las mujeres que despertaban la lucha hace unos años, los hombres que abandonaron su privilegio y se brindaron a hacer lo que hacían ellas y ellos no solían que era sostener, la masa detrás de esta fábrica que socializó sus medios productivos y la entereza de la clase proletaria, tras recuperar la piel arrebatada y hecha cuero, mantuvo lo aprendido en lucha, el ruido ante el silencio.
Fue en el fragor de las asambleas, en la democracia incómoda del piso frío y una gráfica que parecía perder su color, donde se libró la batalla crucial: la guerra contra el individualismo heredado. Ahí, a viva voz y con el estómago vacío, se pusieron sobre la mesa la rabia, el miedo y las ganas de un materialismo histórico distinto, uno que al fin le perteneciera a los que producían el capital. Y en ese caos fundacional, en ese rudo y necesario oficio de pelearse y perdonarse bajo el mismo techo, se dio la subversión: el hombre y la mujer dejaron de ser el número de legajo que engrana la máquina. Volvieron a ser la especie desobediente. Y hoy, la pelea y el perdón, la incomodidad y la charla, se sostiene, porque como contaba la peque con un mate en medio, “acá todo se habla en la cara, acá todos nos decimos todo, y eso es la esencia de madygraf”.
Y en ese tejido de lo incómodo, ellas, las que incomodan el doble, también encontraron en el feminismo la forma de ser y poder pisar la tierra, de reinvadir lo colonizado, entre todas, entre sangre, sufrir, entre historias que nunca dejan de doler, pero entre otras que como ya dije, sostienen.
Y pensar, es la “trinchera de libertades” más cruda, nombre que lleva el libro de Jimena Gale y Eduardo Ayala, la crónica obrera de madygraf, escrita por trabajadores de la gestión, y apalabradores de quien es ella, quien es la hija que negó el apellido de su padre.
Y ahí, en una oficina fabril iluminada, eterna, inmensa, entre libros, cebada, y silencio, estaba la hechicera rebelde que con su pluma hace brebajes rojizos y agónicos para los señores de traje, pero la chamana por el contrario, para quienes presten el oído y la ternura, para quienes hay palabras que sanan el estima de los que resisten.
Jimena fue interrumpida, por eso es nombrada. Entre jime, entre la peque, y entre mi interés que no guardaba la pregunta, seguían, como cada trabajador y trabajadora de Madygraf, recalcando en sus relatos, no es una simple fábrica. Es la fábrica que siguió con el papel cuando la tecnología reemplaza lo palpable y cuando un teléfono le arranca el sueldo a los obreros, es la fábrica que abrazó a las negadas, es la fábrica militante como vanina le dice, que mostró que otra realidad es posible, es materializable, y es habitable, y para que lo sea solo se debe emancipar de la frustración y desesperanza a los trabajadores, direccionando el cansancio, la rabia, y el odio al rol histórico, en colectivo, en reclamo y estrategias. Es la fábrica sin jerarquías, sin burgueses, sin jefes que engordan por hambrear a sus empleados, es la fábrica que tiene un espacio donde contener infancias y adolescencias para que la explotación de las maternidades deje de borrar los nombres y caras de las mujeres, que esas que paren criaturas puedan parir saberes, es la fábrica que demostró que ante la explotación, el despido, ante patrones que huyen a su norte querido, ante la excusa burguesa de siempre la respuesta es, fue, y será, OBRERA.



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